“Toda
experiencia, si nos toca profundamente, si nos ha hecho mella, tiene algo de
inasible, de impronunciable; cualquier intento de decirla va acompañado de un
sentimiento íntimo de incompletud, de incapacidad para expresar los matices,
los efectos íntimos con que fue vivida, de imposibilidad de dar cuenta de todos
los aspectos de que se compuso lo vivido”, “…la frustrante sensación que tenemos a veces con algún sueño cuando, al
despertar, se te deshilacha conforme intentas recordarlo, retenerlo. Y sin
embargo, sabemos que eso que se nos escapa, que no conseguimos decir, para lo
que cualquier expresión se nos muestra insuficiente, es justo sobre lo que
necesitamos pensar, para lo que tenemos que encontrar palabras. Es la tensión
de la insuficiencia lo que mueve la búsqueda” (Contreras, 2009, p. 7 y 8).
Ésta es la realidad a la que se enfrentan la
gran mayoría de los educadores sociales cuando, como parte del inicio de su
práctica profesional, abandonan las aulas y deben enfrentarse a la realidad, al
trabajo cotidiano con aquello para lo que se supone que se les ha formado: la
atención a los colectivos desfavorecidos. Es en ese momento cuando la
intensidad de lo vivido como parte de las experiencias profesionales que pasan
a formar parte de su día a día hace que muchas veces se les haga muy difícil ser
capaces de expresar con palabras lo que están sintiendo y experimentando. Y sin
embargo, son esas experiencias iniciales las que se quedan grabadas en su
memoria, y por lo tanto, dejan verdadera huella en su forma de ser. Ya no solo
a nivel profesional, sino también a nivel personal.
A su vez, esta incapacidad de encontrar
palabras para definir lo vivido, hace que el profesional se sienta en la
necesidad de seguir buscando, para llegar a ser capaz de reflexionar, comprender,
y expresar todas esas experiencias vitales. Esa es la belleza de la
experiencia, su capacidad para definirnos, transformarnos, y orientarnos a la
búsqueda, pues es esa búsqueda la que nos hace avanzar.
Por otra parte, la experiencia también se
convierte en un elemento fundamental de la verdadera educación, es decir, la
educación como experiencia. Una educación que sobrepasa los límites del ámbito
formal, y que pretende lograr la formación y transformación del sujeto de
experiencia. Un espacio de relación e interacción social, de construcción y
reconstrucción conjunta del saber, de búsqueda de nuevos caminos, nuevos
objetivos. Una educación que se adapta a las peculiaridades de los individuos
que la conforman, y al carácter cambiante de la realidad, de la vida. Porque al
fin y al cabo eso es lo que es, un
espacio de vida.
En conclusión, esta visión de educación es la
que debe estar presente también en la práctica profesional del educador social,
ya que como educadores, nosotros también debemos transformarnos en el proceso, y
por ello, debemos apostar por la educación basada en el aprendizaje y la
transformación conjunta del educador y el educando, ya que la mejor forma de
aprender, como diría Paulo Freire, es en relación con la vida, con los demás.
Iris.
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