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viernes, 21 de febrero de 2014

La educación como espacio de vida, de experiencia.

Toda experiencia, si nos toca profundamente, si nos ha hecho mella, tiene algo de inasible, de impronunciable; cualquier intento de decirla va acompañado de un sentimiento íntimo de incompletud, de incapacidad para expresar los matices, los efectos íntimos con que fue vivida, de imposibilidad de dar cuenta de todos los aspectos de que se compuso lo vivido”, “…la frustrante sensación que tenemos a veces con algún sueño cuando, al despertar, se te deshilacha conforme intentas recordarlo, retenerlo. Y sin embargo, sabemos que eso que se nos escapa, que no conseguimos decir, para lo que cualquier expresión se nos muestra insuficiente, es justo sobre lo que necesitamos pensar, para lo que tenemos que encontrar palabras. Es la tensión de la insuficiencia lo que mueve la búsqueda” (Contreras, 2009, p. 7 y 8).

Ésta es la realidad a la que se enfrentan la gran mayoría de los educadores sociales cuando, como parte del inicio de su práctica profesional, abandonan las aulas y deben enfrentarse a la realidad, al trabajo cotidiano con aquello para lo que se supone que se les ha formado: la atención a los colectivos desfavorecidos. Es en ese momento cuando la intensidad de lo vivido como parte de las experiencias profesionales que pasan a formar parte de su día a día hace que muchas veces se les haga muy difícil ser capaces de expresar con palabras lo que están sintiendo y experimentando. Y sin embargo, son esas experiencias iniciales las que se quedan grabadas en su memoria, y por lo tanto, dejan verdadera huella en su forma de ser. Ya no solo a nivel profesional, sino también a nivel personal.  

A su vez, esta incapacidad de encontrar palabras para definir lo vivido, hace que el profesional se sienta en la necesidad de seguir buscando, para llegar a ser capaz de reflexionar, comprender, y expresar todas esas experiencias vitales. Esa es la belleza de la experiencia, su capacidad para definirnos, transformarnos, y orientarnos a la búsqueda, pues es esa búsqueda la que nos hace avanzar.

Por otra parte, la experiencia también se convierte en un elemento fundamental de la verdadera educación, es decir, la educación como experiencia. Una educación que sobrepasa los límites del ámbito formal, y que pretende lograr la formación y transformación del sujeto de experiencia. Un espacio de relación e interacción social, de construcción y reconstrucción conjunta del saber, de búsqueda de nuevos caminos, nuevos objetivos. Una educación que se adapta a las peculiaridades de los individuos que la conforman, y al carácter cambiante de la realidad, de la vida. Porque al fin y al cabo eso es lo  que es, un espacio de vida.


En conclusión, esta visión de educación es la que debe estar presente también en la práctica profesional del educador social, ya que como educadores, nosotros también debemos transformarnos en el proceso, y por ello, debemos apostar por la educación basada en el aprendizaje y la transformación conjunta del educador y el educando, ya que la mejor forma de aprender, como diría Paulo Freire, es en relación con la vida, con los demás.


Iris.

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